En el ambiente político abundan los personajes concentrados en la producción de mágicas transformaciones de su imagen física, trasuntando el deseo de perdurar eternamente bellos y jóvenes. Borran los rasgos genuinos que la ciudadanía alguna vez les conoció: antes pelados, hoy con pelo; antes arrugados, hoy estirados; antes con ropas serias u opacas, hoy lujosos y extravagantes.
En épocas de campaña electoral aparecen aquellos asesores de imagen que inducen a los candidatos a enmascararse en una imagen idealizada, como un componente imprescindible para arribar al éxito electoral. Si esto fuera así, ¿cómo se explica que en la mayoría de los casos el resultado de las elecciones termina coronando al más anciano, a la más gorda, a la más arrugada, al más narigón o al más vizco y contrario a la estética prestada?
El nivel de preocupación por la estética artificial llega a situaciones insólitas, como la de aquella entrevista al ex presidente Carlos Menem en la que aludió a la “picadura de una avispa” cuando un periodista le preguntó sobre la presencia de una hinchazón en su cara. O el recordado caso de José Luis Manzano, otrora ministro del interior de Menem, quien se sometió a una intervención quirúrgica para implantar siliconas en sus glúteos en pos de una cola erguida, que la naturaleza no le supo dar.
Personajes políticos concentrados en un narcisismo exacerbado que aparecen ante la vista de la ciudadanía con una identidad «travestida». Un travestismo que los agrupa bajo un signo común y emblemático de esta época, la de la política espectacular: altos funcionarios con labios engrosados, caras estiradas o pelo injertado, ansiosos por hacer eterna una ficticia juventud. Tal grado de imagen gestual solapada induce a pensar que sus actos de gobierno podrían ser de igual tenor.